En las entrañas de Don Julio: cómo trabaja el «mejor restaurante latinoamericano»

Fuente: Clarin – Quedó al tope del ranking regional y número 34 en el mundo. Los secretos de sus carnes, sus brasas, sus embutidos y su cava.

En las penumbras de un subsuelo de Palermo, a 12 grados de temperatura, hay dos botellas de vino de 1923. Vienen de El Peral, Tupungato, Mendoza, y cuesta 260 mil pesos el corcho. Cobijan un semillón y una etiqueta que dice “A merced del tiempo”. Pablo Rivero, alma de la parrilla que está al subir las escaleras, prefiere no mover esas reliquias, para no alterar su expectante reposo.

“Son los vinos más costosos del restaurante. Han tenido un proceso de velo de flor desde su crianza que les confiere la oxidación necesaria para perdurar. El día que se vendan, el dinero será destinado a mantener la viña del Valle de Uco que les dio origen, muy antigua, para que su material genético no se pierda y para que no la arranquen y planten malbec, que quizás hoy es lo más rentable”, explica Rivero, sommelier, capaz de probar con los ojos cerrados cada una de las 1.220 etiquetas que lo rodean y acertar cuál es cada una, sin pestañear.

Esta cava de 15 mil botellas de vinos argentinos es uno de los secretos de Don Julio, que acaba de ser elegido como el mejor restaurante latinoamericano y está posicionado en el puesto 34 del ránking mundial, según la lista que elabora el portal gastronómico The World’s 50 Best Restaurants.

“Tratamos de mostrar nuestra historia. Contamos con vinos nacionales de todas las décadas, desde 1920 en adelante, y con muchos que serán grandes en el futuro. Si sumamos los tres depósitos, tenemos 70 mil botellas”, cuenta Rivero a la revista Viva, mientras toma un agua con gas.

El ícono rojo de Google Maps se posa sobre este sitio con una referencia escueta, que dice: “Concurrido asador tradicional”. Hay que explorar más, cruzar la calle con la mirada y tratar de captar el invisible sobrevuelo de los versos de Jorge Luis Borges: “La manzana pareja que persiste en mi barrio: / Guatemala, Serrano, Paraguay y Gurruchaga”.

Don Julio queda en Guatemala y Gurruchaga, en la orilla del poema Fundación mítica de Buenos Aires. Lleva 21 años allí, proyectada en los sueños de Pablo desde una carnicería en La Florida, Rosario, que atendían su abuela Lola y su abuelo Valentino, y desde las llanuras ganaderas, donde producían su papá Enrique y su mamá Graciela.

La vaca dibujada en el menú ofrece una lección de anatomía: muestra a los turistas de dónde salen el asado, el vacío, la entraña, el ojo de bife, el bife ancho, el bife angosto, el lomo y el cuadril. “Ángela Merkel quería saber todo, hablaba con los parrilleros, preguntaba. Estuvo dos horas y media, encantada”, recuerda Valeria Mesones, la manager que recibió a la canciller alemana.

Valeria empezó como cajera del turno mañana, aprendió, se capacitó, llegó a atender embarazada de ocho meses, sirvió espumante en la entrada, pasó por distintos puestos y, 12 años después, es la encargada de supervisar la calidad del servicio.

Antes de cada función, reúne a los mozos y a las sommeliers en el salón y les da una “charla técnica” sobre los platos a incentivar, los que están mejor y los eventuales faltantes. Es un briefing donde también asigna las áreas de trabajo.

Justo Valeria está en eso, escuchémosla: “Lo que más tenemos hoy es ojo de bife y bife de chorizo ancho. Por afuera de la carta hay mollejas y chinchulines de cabrito. Vamos con las plazas: Sebastián trabaja en las mesas 104 y 107; Ezequiel, 100, 99, 92 y 93; Mansilla, 3, 1 y 5; Acuña en el VIP y Belén en 101, 102 y 103. Mucha suerte, atentos y buena jornada”, arenga Valeria, a lo Maradona en el vestuario de Dorados, y su equipo aplaude.

A los bifes

Es hora de cocinar y los parrilleros se ubican en el centro del escenario. Son los ejecutantes de una obra compuesta por 120 empleados. Los pentagramas verticales de acero se elevan, a la espera del fuego. Cae la noche y se encienden las brasas.

Para matizar la espera, cuatro amigos piden de entrada salame de potro, provoleta de cabra y cecina de toro, una fábula en medio de la ciudad. La función principal está por comenzar.

¿Cuál es la fórmula para encender la hoguera? Cada argentino tiene una, como recuerda el documental deNetflix Todo sobre el asado. Y Don Julio tiene la suya: lo hace con carbón de quebracho blanco, proveniente de Santiago del Estero.

Principales secretos de Don Julio: tomates y verduras orgánicas, pan casero, carne madurada de novillo y carbón de quebracho blanco.

El tiraje logra que el humo no invada el salón, pero un olor a carne asada revolotea por el ambiente y atrae miradas incrédulas, a veces de Al Pacino, o a veces de Bono, de Joaquín Sabina o de Joan Manuel Serrat.

Se alistan las guarniciones. Berenjenas ahumadas a las brasas, hojas de acelga con limón, cebolla de verdeo a la parrilla, pimientos marinados, ensalada de rúcula e higos, puré de papas con manteca de Jersey o huevos de campo fritos.

Todos los vegetales son orgánicos.En letra chiquita, el menú ofrece “tomates ancestrales de semillas de polinización abierta” cuyas variedades de formas y dimensiones provienen de un campo de 30 hectáreas ubicado detrás del viejo aeropuerto de La Plata.

“Es un concepto que se aplica en Europa y se llama Kilómetro Cero, porque se vale de la producción de cercanía, es decir, de los alimentos obtenidos a menos de una hora del lugar donde se consumen. No tiene sentido traerlos en camiones desde Salta, contaminando, rompiendo las rutas. Nuestros proveedores asociados los cultivan mediante prácticas agroecológicas, sin químicos, y eso se nota en el sabor”, destaca el cocinero Guido Tassi, conductor de la parte culinaria en Don Julio y frontman de El Preferido.

Tassi viene de la escuela culinaria del francés Michel Bras, un chef admirado por su creatividad y por el uso de hierbas frescas y flores en sus comidas. En Palermo, desde hace seis años, Guido se encarga de los “tomates reliquia”, las ensaladas y los embutidos.

¿Qué hace un chef tan exclusivo, formado por un maestro francés, en el reino del ‘chori’? “Busco la calidad superlativa. Y me emociono con la parrilla. El olor de las brasas y la carne asada me provoca una sensación que no tengo en ningún restaurante del mundo. Es una cuestión emocional: siempre me gustó asar, de chico, para mis amigos, para mi familia. Creo que los argentinos llevamos esto en los genes”, responde Tassi.

Suelta entonces otra clave del lugar: los chorizos y las morcillas se hacen con tripas naturales, que son los diferentes sectores de los intestinos de los animales, por su sazón y su perfil aromático. No tienen nada sintético ni harinas en su composición.

Ya están las brasas listas y esparcida la sal sobre el bife, ancho como El banquete de Severo Arcángelo, de Leopoldo Marechal.

Pan casero y carnicería propia

El pan guarda otro secreto: se hace con harinas orgánicas y con la grasa que recubre al lomo. “Honramos el sacrificio del animal y en vez de descartar esa parte interior, que es muy pura, la fundimos y la aprovechamos”, explica Pablo Rivero, que invita a caminar media cuadra, para visitar el lugar donde maduran los cortes.

Es la carnicería de Don Julio, que en la cuarentena, cuando los restaurantes estaban cerrados pero la venta de alimentos se permitía, abrió al público y permitió a este comercio sortear la caída de ingresos y mantener puestos de trabajo.

“Fue como volver al origen y recuperar el espíritu de la carnicería de mi abuela. Había que salir adelante y empezamos a vender nuestra mejor mercadería”, dice Rivero entre costillares, como Rocky, pero flaco.

Recuerda también que cuando abrieron la parrilla “en Buenos Aires estaban acostumbrados a comer ternera, pero nosotros queríamos devolver un sabor que se había perdido y empezamos a trabajar con novillos pesados”.

Son animales de las razas Aberdeen Angus y Hereford, criados en forma tradicional, a campo abierto, y alimentados con pasturas naturales. Alcanzan su punto máximo de terneza y profundidad de sabor cuando llegan a los tres años de vida y pesan entre 480 y 520 kilos.

“Eso fue lo que hicimos, restituir a una parrilla de barrio un producto que se había perdido en los años ‘80, cuando se consumía masivamente ternera, animales más livianos, que para el productor eran más rentables y para el consumidor, menos apetitosos, porque se privilegiaba lo tierno al sabor”, desliza Rivero, y da otra clave de su receta.

En las cámaras frigoríficas de Gurruchaga 2050, los cortes alcanzan su punto de maduración y quedan listos para el asador.

Atento a los detalles en las carnes, los vinos, las guarniciones y el pan, Pablo Rivero se entusiasma: “Buscamos llevar a la mesa el paisaje culinario argentino, evolucionar en la tradición, producir los alimentos cada vez mejor, tratar de correr la frontera de la calidad para adelante, desarrollar el arte de la hospitalidad y formar a nuestros siete parrilleros como cocineros integrales, para que el último paso, la cocción, afine la melodía”.

La carnicería sigue abierta y está coordinada por Yamila Rivero, hermana de Pablo. “Hago de todo, aconsejo sobre los cortes, me ocupo de la presentación de los paquetes y de los envíos a domicilio, contesto consultas por WhatsApp, ofrezco limonada a los vecinos que esperan su pedido en la vereda… ¡me gusta, porque desempolvé mis anteriores habilidades como vendedora!”, relata la jefa de la planta de producción mientras sonríe con la mirada, entre su pañuelo bordó y su barbijo gris.

Parece una integrante de Los Simuladores, el equipo de Damián Szifron dedicado a solucionar problemas: “Un día llamó un hombre desesperado porque se había olvidado de encargar la cena de cumpleaños de su suegra. Era tarde y estábamos a punto de cerrar. ‘Tienen que salvarme’, imploró. Y pusimos manos a la obra. Le armamos una buena provista y la suegra recibió el regalo a tiempo”.

“También recibimos pedidos de lugares inimaginados, como aquella vez que una señora quería alegrarles el fin de semana a sus sobrinos porteños y nos llamó desde Surinam. Creo que la sorpresa funcionó”, suelta Yamila.

La vajilla está servida

Una hora antes de la llegada de los comensales, un encargado de mantenimiento repasa la estabilidad de las mesas. La cristalería fina de Riedel y las copas Zalto, sopladas a partir de un selecto cristal sin plomo, no pueden tambalear. Cuando la base está firme, se empiezan a tender los manteles blancos y a ubicar los 120 cubiertos.

Los platos tienen un diseño industrial que permiten mantener el calor de la carne y vienen de Alta Gracia, Córdoba, donde son elaborados por el artesano de vajilla Luis Goldfarb. Tienen 10 milímetros de espesor, un borde reforzado de 13 milímetros y un peso de 1,3 kilo. Golpeados con una cuchara de madera, suenan como un gong.

Hasta los cuencos de postre esconden un detalle: tienen una cámara de aire que hace que los helados no se derritan.

La carta de este verano fue pensada en el otoño pasado, cuando los productores empiezan a plantar sus semillas, una planificación que se denomina Proyecto Traza.

“Los restaurantes primero escriben la carta y luego van al mercado a comprar lo que necesitan. Nosotros invertimos esa lógica. Pensamos la carta dos temporadas antes y la modificamos en función de la cosecha. Hoy lo mejor que tengo son estas berenjenas, estos ajíes, y entonces con esto hago el menú. No hay forma de tener mejor calidad, porque seguimos los ciclos de la naturaleza. ¡Mirá lo que es este tomate!”, se enfervoriza Guido Tassi, mientras muestra un tomate como si fuera un rubí.

La lista de vinos es producto de una cata anual a ciegas en la que se prueban entre 1.800 y 2.200 sabores nacionales durante tres meses, de octubre a diciembre. Los seleccionados se suman a las añadas especiales que ya están ofrecidas o guardadas en la cava.

La carta de vinos argentinos se hace en base a una cata a ciegas que dura tres meses.

En épocas normales, las sommeliers Camila, Morana, Sabrina y Carla destapan unas 9.000 botellas de vino al mes, aunque, con la pandemia, esa cifra bajó a 3.600. Lo mismo sucede con el espumante que convidan a los clientes que esperan mesa: antes del coronavirus, se descorchaban en la puerta 70 botellas cada noche. Ahora, 25.

Se sirven 12 toneladas de carne por mes, 500 kilos de tomate por semana y 80 kilos de pan por día.

¿Los precios? Don Julio los actualiza por las redes sociales. Según la carta de enero, una empanada de carne cortada a cuchillo cuesta 220 pesos; un chorizo, 410 pesos; una degustación de embutidos artesanales, 820 pesos; media porción de asado de tira, 1.960 pesos; un bife de chorizo mariposa, 2.425 pesos; una ensalada de tomates reliquia, 500 pesos; un bife de lomo, 2.500 pesos.

Top performer

Pablo Rivero dice que su restaurante busca ser el mejor intérprete de una pasión nacional. Cuenta entonces que la primera marca registrada del establecimiento fue “Don Julio. Lo nuestro. Argentina” y que con el tiempo quedó “Don Julio” en el cartel y el resto en la esencia de sus comidas.

“Nos premiaron por intentar llevar a Don Julio a los más altos niveles gastronómicos, por la buena atención, por nuestra producción sustentable, por la estacionalidad de las verduras, por nuestros quesos y nuestros helados, por nuestra bodega. Es un orgullo, pero apenas un escalón, tenemos que seguir buscando la máxima calidad”, dice Rivero, de vuelta en la cava, buscando una botella entre miles.

En el ránking de los 50 mejores restaurantes latinoamericanos, Don Julio quedó por delante de los peruanos Maido y Central, de la brasileña A casa do porco, del mexicano Pujol, del chileno Boragó y del colombiano El Chato. Y hubo más sitios argentinos bien ubicados en esa medición internacional: Mishiguene (en el octavo lugar), Tegui (16). Chila (19), Gran Dabbang (34), Osaka (38), Narda Comedor (40), Aramburu (43) y El Preferido de Palermo (47).

Pero una parrilla argentina está el tope. Y no es humo.

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