Las mil vidas del chef que le cocinó a la reina Máxima y hoy vende medialunas en Junín

Fuente: Clarín ~ Sebastián Pederiva también les armó el menú a varios futbolistas, como su amigo Darío Cvitanich.

Sebastián Pederiva, chef argentino, acepta la invitación y va a cocinar a la casa de Máxima Zorreguieta, que en aquel momento, 2009, todavía es la princesa de Holanda. Bucólica por donde se la mire, la casa queda en una reserva en medio de un bosque, cerca de La Haya, la capital administrativa de los Países Bajos. La idea de Sebastián es preparar un asado para toda la familia real, unas 25 personas. Como le habían avisado que a Máxima no le gustaba el lomo y prefería cortes “más sabrosos, con un poquito de grasa”, pone a la parrilla de estilo argentina, con barras de hierro y una manivela para acercar o alejar la mercadería del fuego, vacío y entraña.

No usa carbón: lo hace a leña con la ayuda de algunas briquetas, esos taquitos de madera que sirven para avivar las llamas y acelerar la combustión. ¿El asador se merece un aplauso? Por supuesto. “Me trataron muy bien”, recuerda Pederiva, de 38 años. “Era toda gente muy amable, muy sencilla… Tanto, que Máxima me recibió en joggineta gris… Y sí, ¿qué ropa se iba a poner? Si estaba en su casa”.

La escena parece de un cuento, por qué no, de una serie de Netflix o de cualquiera de las plataformas de streaming. Pero no, no fue ficción: ocurrió. ¿Cómo llegó Sebastián hasta allí? ¿Qué caminos tuvo que recorrer para que lo dejaran acceder a semejante intimidad?

De Baradero, en la provincia de Buenos Aires, Sebastián, o Pepe, tal como lo llaman los que más lo conocen, es amigo de Darío Cvitanich, delantero fino que este año, a los 37, regresó por segunda vez a Banfield. Muy amigo. Íntimo. Y esa relación le permitió atravesar algunas fronteras.

“Con Darío nos conocemos desde chicos: íbamos juntos a la misma escuela primaria, el Instituto Santiago Ferrari, un privado con subsidio religioso”, explica Pederiva, que está en pareja desde hace seis años con Eugenia, contadora, y tiene una hija, Bruna, de tres. “Después, yo cursé la secundaria en el mismo colegio y Darío ya viajaba a Buenos Aires para jugar en las Inferiores de Banfield: vivía en la pensión del club. Igual, nunca dejamos de vernos”.

Pederiva conversa por teléfono desde Junín, otra ciudad bonaerense, a unos 200 kilómetros de Baradero, su lugar de residencia desde diciembre de 2020. Habla con entusiasmo, como quien se apasiona con su oficio y al mismo tiempo es consciente de que ha hecho un recorrido intenso. “Antes vivía en Vicente López, en un departamento de tres ambientes con balcón. No estaba nada mal, por supuesto. Pero en medio de la pandemia decidí venirme más al verde”, avanza.

-¿Y a qué te dedicás?

-Tengo un emprendimiento personal: se llama Hoyletocapepe. En mi casa preparo medialunas rellenas, pan de masa madre… Abastezco a cuatro bares de Junín, recibo pedidos particulares y también hago algunos eventos. La ventaja de trabajar así es que manejo mejor mis horarios. Y puedo estar más tiempo con mi hija.Sebastián, especialista en harinas. (Gentileza).

Sebastián, especialista en harinas. (Gentileza).

A los 18 años, Sebastián dejó Baradero y se mudó a Buenos Aires con la idea de empezar a trabajar como ayudante de cocina en el restaurante La Stampa, de Las Cañitas. El napolitano Felice Ambrosio, el dueño del local, uno de los más importantes de la zona, le permitió estar allí unos seis meses para ver si le gustaba el oficio de chef: si soportaba estar tanto tiempo parado pelando zanahorias y lavando acelga, si no se desanimaba si se le quemaba una tortilla…

Llegué a La Stampa a través de un conocido. Trabajaba gratis, por la comida. Ahí me di cuenta de que la gastronomía era lo mío”, explica Sebastián. “Con esa certeza, al año siguiente, en 2002, mis viejos me bancaron la carrera en el Instituto Argentino de Gastronomía, en Santa Fe al 1500, Recoleta. El curso duraba dos años”.

Al principio, Sebastián vivía en un departamento familiar junto a su hermana Alejandra, que también se había mudado a Buenos Aires con el propósito de formarse en el nivel terciario: estudiaba kinesiología (Sebastián es el menor de tres hermanos: su otra hermana, Cecilia, se dedicó a la administración de empresas).

Con el tiempo, cuando ya se lucía entre las hornallas y había empezado a cobrar un sueldo en el Hotel Hilton, donde también se desempeñaba como ayudante de cocina, Sebastián se mudó a un departamento junto a dos amigos de Baradero, Emmanuel Ruiz, que primero estudió medicina y después educación física, y Cvitanich, que ya había debutado en la Primera de Banfield.

El departamento, de dos ambientes, también estaba ubicado en el corazón de Recoleta: Pacheco de Melo y Austria. Más allá de alguna toalla que podía quedar tirada en el piso del baño o de algún plato sin lavar, entre otros descuidos, la convivencia era muy buena. O mejor dicho: una fiesta, una celebración permanente.

Los tres amigos dormían en la misma habitación. “Con Darío compartíamos una cama cucheta: Darío arriba y yo abajo. Darío había comprado una tele grande y la puso en el living… Ese departamento era el centro de reunión de todos los amigos de Baradero: había momentos en que llegábamos a ser 15 jugando a la Play”, evoca el cocinero.

Ya con el título de chef, Sebastián, inquieto y con ganas de progresar en el mundo culinario, hizo el curso de sommelier en el Centro Argentino de Vinos y Espirituosas, también en Recoleta: Juncal al 800. Entre trago y trago, María Barrutia, una de las directoras del instituto, le contó que se había abierto una vacante para auxiliar de sommelier en el reconocido restaurante Mugaritz, del País Vasco, y que él contaba con el perfil necesario para acceder a ese puesto tan codiciado. Una pasantía premium, una temporada en las grandes ligas.

Como quien está dispuesto a incorporar nuevas experiencias, la idea lo entusiasmó enseguida. Con dos estrellas Michelin, Mugaritz, del chef Andoni Aduriz, estaba considerado el cuarto mejor restaurante del mundo. “Aunque no me pagaran y sólo me dieran casa y comida, estar allí me iba a servir mucho. Eso sí, como nunca me destaqué por ahorrar, no podía pagar el pasaje. ‘Olvidate, yo te banco lo que haga falta’, me dijo mi amigo Darío. Justo por esa época, él estaba por firmar su contrato para irse a jugar al Ajax de Holanda (el pase costó diez millones de dólares)”.

-¿Qué te dijeron tus padres cuando les contaste que tenías pensado irte a vivir a Europa?

-Fue difícil… Mis padres son jubilados. Mi papá, José Luis, trabajó como empleado de una fábrica y de un supermercado. Mi mamá, Mabel, fue maestra. Cuando yo me fui a Europa les costaba entender que me podía ganar la vida cocinando…

-En aquel momento no se hablaba tanto de gastronomía como ahora.

-Claro. Era otra cosa. La gastronomía explotó después…

Ahora es un viernes de febrero. Son las cuatro y media de la tarde. Hace calor. “Sebastián cocina muy bien, sí, pero nunca cocina para nosotros”, cuenta Mabel, la madre del chef, por teléfono. Y, con mucho humor, sin perder la gracia, profundiza: “Siempre que viene a visitarnos a Baradero le cocinamos nosotros. No sé, supongo que lo hace para descansar un poco”.

-¿Qué pide que le preparen?

-Le encanta el pastel de papas… En realidad, el que le cocina es mi marido, José Luis. Yo no soy muy amante de la cocina. Veo un morrón y no sé para dónde disparar…

-O sea que Sebastián heredó de su padre la pasión por las recetas.

-Sí, seguro. Mi marido cocina de todo. Y sabe condimentar muy bien. Para vender o para que los comamos nosotros, prepara unos salames muy buenos.

-¿Sebastián ya se destacaba desde chico en la cocina?

-No. Eso llegó después… Es más, cuando cursaba el quinto año del secundario, primero decía que quería ser ingeniero ambiental. Y después se inclinó por la educación física… Al tiempo, cuando me dijo que quería seguir gastronomía se me vino el alma abajo.

-¿Por qué?

-Porque yo, que fui docente, pretendía que siguiera una carrera más tradicional… Una vez, me acuerdo bien, Sebastián preparó un cochinillo al vino tinto, que le salió delicioso, y ahí confirmó que le gustaba cocinar. Luego demostró que era su verdadera vocación, que tiene mucha pasta para eso y que no se equivocó al tomar la decisión de seguir esa carrera. Estamos muy orgullosos de él. Igual, yo sigo creyendo que la cocina da mucho trabajo: a veces te pasás varias horas cocinando para disfrutar un ratito… Yo, por eso, ni miro la cocina. En todo caso la limpio.Sebastián, de bebé, con su padre José Luis, de quien  heredó la pasión por la cocina. (Gentileza).

Sebastián, de bebé, con su padre José Luis, de quien heredó la pasión por la cocina. (Gentileza).

Tras su paso por el País Vasco, Sebastián se marchó a Ibiza, la ciudad de la rave a toda hora, en continuado, donde le habían ofrecido trabajar en la cocina del Hotel Aguas. Llegó con diez euros, seco, al borde del default. “Al principio me bancó Fernando, el tío de un amigo que hacía como 20 años que vivía en Ibiza. Fernando se dedicaba a manejar barcos. Era un pirata increíble… Vivíamos al lado de Pachá. La ventana de mi cuarto daba al patio del boliche… Imaginate… La música en las orejas todo el tiempo… Cuando cobré mi primer sueldo, 1.200 euros, me mudé a mi propio departamento, a una zona más alejada del centro: puse 600 euros para entrar y otros 600 para pagar el alquiler. Sí, me quedé otra vez en cero. Pero ya tenía trabajo y podía empezar a repuntar”.

Tres meses después, Cvitanich, que ya se había instalado en Amsterdam, le ofreció que se mudara a su casa. El trato fue simple, expeditivo. “Te venís conmigo y, si te parece, me cocinás”, le propuso Darío. Sebastián, futbolero, hincha de Boca, aceptó sin dudarlo. “Justo en el Hotel Aguas me habían propuesto ser jefe de cocina. Pero preferí irme con Darío: como los dos estábamos solos, nos podíamos hacer compañía”.

En Amsterdam estaban más cómodos que en Recoleta. Un dato: ya no dormían en camas cuchetas. “Vivíamos en una zona privilegiada de la ciudad, en un departamento divino, en el que cada uno tenía su habitación. Darío me dio su tarjeta de débito y me dijo: ‘usala como te parezca, es tuya’. Con eso, yo me encargaba de la heladera, que Darío siempre tuviera un plato preparado…”.

El menú de Sebastián incluía milanesas, fideos con manteca, salmón con arroz... “Si Darío tenía que probar algo nuevo, lo hacía. Darío siempre tuvo mucha conducta… Por eso puede seguir jugando sin problemas a esta altura de su carrera. Si en la cocina había 20 tubos de papas fritas Pringles era porque me las bajaba yo…”, detalla Pederiva. “De las tareas de limpieza se encargaba Misha, una mujer croata con la que nos llevábamos muy bien”.

Además de cocinarle, Sebastián acompañaba a Darío a la cancha. Iba a ver los partidos del Ajax siempre que podía. “Era espectacular. Yo entraba al estadio, el Amsterdam Arena, en el auto de Darío… Antes del partido, me iba a un barcito del estadio al que van todos los familiares de los jugadores y me tomaba una cervecita”.

Como parte de la misma “integración cosmopolita”, Sebastián también ayudaba con la alimentación de algunos compañeros de Cvitanich. “En el Ajax, Darío tenía muy buena relación con dos jugadores uruguayos, Bruno Silva y Luis Suárez. Luis me pedía que le cocinara tarta pascualina. Le encantaba comerla igual que a los argentinos: bien gorda, con mucha acelga y huevo duro entero… Se la preparaba y me hacía unos mangos”.

También, siempre con ganas de retomar el camino profesional, Sebastián buscaba un empleo fijo. Así, gracias a otro “conocido”, fue contratado para cocinar en el club de golf de Wassenaar, a 40 minutos en auto de Amsterdam. El dueño del club de golf era Theo Dietz, un millonario que había hecho su fortuna con la marca de ropa de surf O’Neill. A Theo le gustaron tanto las recetas del argentino que se lo llevó a trabajar a su casa.

“Un día me dijo: ‘Sebas, en el club no pasa nada… Viene poca gente a comer. ¿Por qué no te venís a cocinar a mi casa para toda mi familia?”, señala Pederiva. “Además, tres o cuatro veces por semana viene gente a cenar…”.

La mansión de Theo también quedaba cerca de La Haya. “Y tenía otra casa impresionante en Marbella, al lado de la del actor Antonio Banderas… Una vez fuimos a pasar Año Nuevo”.

-¿Te pagaba un buen sueldo?

-Sí, era un buen sueldo, por encima de la media. Theo era el mejor jefe del mundo. Me pagaba lo mismo todos los meses, más allá de que había semanas en las que sólo iba dos veces a su casa, otras en las que iba cuatro veces… No era un trabajo regular. Pero eso a él no le importaba. Y los fines de semana me los dejaba libres: veces, yo aprovechaba para ir a visitar a otro amigo, Paul, que vivía en Colonia, Alemania.

Por si fuera poco, Theo le prestó un auto. Sebastián sólo tenía que encargarse de ponerle nafta. Nada más. Le pagaban el seguro, el mecánico, el lavadero… “Era un Peugeot 207. Para Theo y su familia era un autito, pero para mí era una máquina. En un momento se rompió y, durante el tiempo que duró el arreglo, Theo me dio otro auto, un Golf GTI, que para ellos era otro autito y para mí otra máquina”.Guillermo y Máxima con sus hijas.

Guillermo y Máxima con sus hijas.

El empresario vivía con su mujer y dos hijos mellizos, de nueve años. Una noche, su jefe le dijo: “Preparate, Sebastián, que esta semana viene a cenar gente importante”.

Los invitados no eran otros que Guillermo Alejandro de Orange y Máxima Zorreguieta, en aquel momento el príncipe y la princesa de Holanda (son reyes desde 2013).

“Hola, ¿cómo estás?”, le preguntó Guillermo a Sebastián en español, cuando el chef entró al salón principal con una botella de vino para comenzar con el agasajo.

¿Cuál fue el plato principal? Los días previos le habían avisado a Sebastián que a Máxima le gustaba mucho la trufa. “Entonces, como ella es argentina, fui a lo seguro y preparé ojo de bife con morcilla trufada y vegetales asados. Fue un éxito”.

Pederiva trabajó solo, sin ayudantes. Después de la cena, Guillermo y Máxima se quedaron charlando un rato largo con Sebastián en la cocina. Un buen gesto de camaradería. Ahí, ella le dijo: ‘Quiero que vengas a cocinar a mi casa’”.

Cerca de las 22.30, Sebastián puso todo en el lavavajillas y se volvió a su casa. “Allá, los horarios son más tempranos que acá… La gente cena a las siete, ocho de la noche. Lo hacen para acostarse con la comida bien digerida. Es mucho más sano. Y para un cocinero como yo, que estaba acostumbrado a terminar mis jornadas a la una, dos de la mañana, era la gloria…”.

Un par de semanas después de ese primer encuentro con Máxima y su marido, queda dicho, Pederiva fue a la casa de la princesa para preparar el recordado asado de la joggineta gris. “Para evitar problemas, a Sebastián le pusieron un custodio que revisaba todos los condimentos que usaba para cocinar”, recordó Cvitanich.

“Sí, yo estoy seguro de que cuando crucé la barrera y entré a la casa de Máxima, los encargados de la seguridad ya sabían quién era, en qué fecha había llegado a Europa, con quién vivía en Holanda, cómo era mi familia en la Argentina”, profundiza el chef.

Lo más divertido, de todas maneras, me pasó con la reina… En un momento saludé a una viejita sin darme cuenta de que era Beatriz de los Países Bajos. Me lo avisó la niñera de las hijas de Máxima. Me dijo: ‘Cuando la reina te saluda, tenés que hacerle una reverencia y decirle su Majestad’. Beatriz no se lo tomó para nada mal, por suerte. Se dio cuenta de que yo estaba ahí para cocinar, que era un argentino convocado por Máxima, y en ningún momento le quise faltar el respeto sino que me había dejado llevar por el clima de informalidad que había en el almuerzo”.

-¿Volviste a tener contacto con Máxima?

-Sí, otra vez, Theo, mi jefe, le prestó a Máxima una casa flotante que tenía amarrada en las afueras de Amsterdam. Era otra casa fabulosa. Debajo del nivel del agua, por ejemplo, había tres habitaciones, baños, jacuzzi… Era otro almuerzo informal. Y Máxima me volvió a convocar para que le cocinara algunos cortes a la parrilla. Ahí hubo otra situación de novela. A la hora de los postres, apareció un heladero en bote, por el medio del canal. Y Máxima se tiró de cabeza al agua para nadar unos 25 metros e ir a comprar helado para sus tres hijas, Amalia, Alexia y Ariadna. Cuando el heladero vio que era la mismísima Máxima la que le estaba pidiendo los helados no lo podía creer.Sebastián (primero a la izquierda), con un grupo de amigos en Amsterdam, entre ellos, Cvitanich (el cuarto). Gentileza.

Sebastián (primero a la izquierda), con un grupo de amigos en Amsterdam, entre ellos, Cvitanich (el cuarto). Gentileza.

En 2010, cuando Cvitanich siguió su carrera en el Pachuca, de México, Sebastián decidió regresar a la Argentina. “Extrañaba a mi familia, a mis amigos… ”, dice. “Además, sentía que ya había vivido lo que pensaba vivir en Europa. Y llega un momento en el que tenés que definir: o te quedás para siempre lejos de tu casa o te volvés. Y me volví”.

Otra vez en su país, Sebastián armó varios proyectos: puso una vinoteca, fue jefe de cocina en una heladería, preparó comida para los cines premium de Hoyts, armó un restaurante de campo en Baradero… “Pero un día me enojé con la profesión y dejé todo…”.

-¿Qué te pasó?

-La vida del cocinero no es tan fácil como parece. O como se ve en la televisión… Hay un lado B que no se conoce, que implica mucho sacrificio. A veces lo único que hay en la vida del cocinero es trabajo. No tenés fines de semana ni feriados libres. Las jornadas pueden empezar a las 5 de la mañana y terminar a las 11 de la noche. Es una rutina que te puede quemar. Podés sufrir ataques de pánico… No ves la hora de juntarte un sábado a la noche con tus amigos… Además, en esta profesión, los que ganan muy bien son pocos… A mí me vino bien tomarme un respiro… Alejarme un poco. Hasta que me reconcilié con la profesión y volví a trabajar al Hilton.

En el hotel de Puerto Madero, entre otros eventos, Sebastián cocinó para la gala de los premios Martín Fierro. “Una vez se nos ocurrió servir un bocadito de bienvenida arriba de una piedra. Y después, una costilla entera sobre el plato. Se habló mucho de eso. Algunos nos elogiaron y otros nos criticaron… Lo aceptamos como parte del juego”, comenta.Sebastián estudió en el Instituto Argentino de Gastronomía (Gentileza).

Sebastián estudió en el Instituto Argentino de Gastronomía (Gentileza).

-¿Cuál sería tu especialidad como cocinero?

-A mí me encanta… comer. Mi especialidad sería todo lo que tuviera que ver con la harina. Medialunas, pizzas, pastas…

-¿Quién es el mejor chef de la Argentina?

-Mis referentes más cercanos son Martín Molteni, Emiliano Sabino y Pablo Barbero. Con ellos aprendió mucho. Pero también debería nombrar a Mauro Colagreco y a Francis Mallmann, un maestro, alguien que dejó en claro que en nuestro país se cocina con fuego. ¿Si quemamos las comidas? Sí, claro, las quemamos, pero las quemamos bien.

-¿Y quién es el mejor cocinero del mundo?

-Hay varios muy buenos…. Podría elegir a Andoni Aduriz, de Mugaritz, un cocinero que roza la filosofía…

-¿Te gustaría conducir un programa de cocina en la televisión?

-Siempre estoy dispuesto a vivir experiencias nuevas. Habría que analizarlo. No sé… No es lo mismo cocinar que cocinar frente a una cámara. Buenos cocineros hay millones. Gente con carisma para estar en la televisión, menos.

-Si condujeras un programa podrías invitar a tu amiga Máxima…

-No creo que me responda tan fácil el mensaje de whatsapp… (se ríe).

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