La vida en restaurantes: ese refugio que nos falta

Fuente: La Nación ~ Bares y restaurantes han sido mucho más que lugares para comer y beber. Puntos de encuentro y reunión, escenarios de hitos socioculturales y usinas de ideas que la pandemia sacó momentáneamente de circulación o, en el peor de los casos, cerró para siempre Fuente: LA NACION – Crédito: Decur

Bajo las mesas sueñan perros y se buscan si se encuentran los pies amantes, sobre las mesas nacen niños y se amasan panes, alrededor de las mesas cascabelean todas las vidas una vida, ¿y qué decir de la sobremesa, el mejor de los sobres?

A cuatro patas te aferrás durante terremotos, curdas o bombardeos y, como escribió Darío Cantón en La mesa, su fenomenal tratado poeti-lógico de 2604 versos publicado anónimamente en 1969, «desde los orígenes / de la especie / hasta / la muerte / individual / la mesa está / junto al hombre». Por fortuna, Zindo & Gafuri reeditó el año pasado esa obra maestra de la poesía: buscá, comprá.

Cumulonimbus de harina, entrechocar de utensilios chocantes como copas & tazas & cuchillos, acuerdos rubricados en un apretón de manos, las cosas que empiezan y las cosas que parecen terminar cuando en realidad están siempre empezando de nuevo, otra vez, como presagia la figura del ouroboros en diversas culturas.

En cualquier mesa que lleve a cuestas su propio corazón y rompa a bailar -madera-hierro-fórmica, redondas-cuadradas-ovaladas, auxiliar-ratona-libro- el mundo se civilizó, pero y ahora, con bares, restaurantes y cafés mustiamente cerrados en días que tachamos de a uno como los presos, ¿qué?

En el apocalipsis de todo, las plantas van al teatro, los aviones no despegan y los variados establecimientos del comer y del beber están vacíos. Y para ir despejando dudas y deudas, un restaurante no solo da de comer, un café no solo sirve cafés ni un bar solo da de beber. Sería mezquino, corto de vista pensarlo únicamente así. Son escenarios donde se fragua la humanidad, tanto como en un mercado, la sala de espera del dentista o el tren.

Hoy en día, sin el runrún de su función diaria, el teatro de restaurantes, cafés y bares no tiene espectadores. Rociados de alcohol, con barbijos que fagocitan sonrisas y blindados por los insufribles protocolos de la asepsia -de las nuevas palabras hegemónicas, protocolo es la peor-, quienes trabajan en esos espacios icónicos de la vida social asisten a la dialéctica marchita: sillas sobre mesas, platos guardados, silencio.

Entonces, en lo que canta un gallo, lugares de confianza se han vuelto lugares de desconfianza; lugares de cercanía social se han vuelto lugares de lejanía social; lugares de apertura se han vuelto lugares de cierre. La Parolaccia de Puerto Madero cerró, Hong Kong Style cerró, La Flor de Barracas cerró, El Trapiche cerró, La Tekla cerró, El Rey del Vino cerró, La Bistecca cerró. las bajas siguen. Y los que no cierran, se achican, se amoldan, se reinventan, se aterran, se pudren (Girondo seguiría).

La literatura imperativa del virus arrasa: pise el trapo con lavandina, máximo dos personas, quedate en casa, lavarse las manos, cuidémonos entre todos, abierto online, horario reducido, mantengamos la distancia saludable, te estamos cuidando. Mientras tanto, sábanas de plástico separan lo inseparable, cajas y cajeros atienden prácticamente desde la temerosa vereda y el delivery -desde la consuetudinaria pizza al magret de pato pipí cucú envasado al vacío con instrucciones para «regenerarlo» en historias de Instagram- se impone para, aun tibio y húmedo y nostálgico, sostener la estructura de lo que aparenta insostenible.

A principios del siglo XIX, el francés Brillat-Savarin, algo así como el ministro del gusto, desdeñado por Baudelaire en su notable artículo sobre el vino y el hachís, solo tuvo que mirar hacia atrás para afirmar hacia adelante que el destino de los pueblos se decide en un banquete.

César Aira, por ejemplo, escribe sus tres novelas anuales -una página por día y a mano, según contó más de una vez- en bares de Flores

Y a cuento vienen estas impresiones de Pablo Rivero, mandamás de Don Julio, parrilla con laureles internacionales momentáneamente mutada en carnicería, vinoteca y almacén: «No solo alimentamos a las personas sino que les restauramos, en cierta forma, el espíritu. Somos un lugar donde los comensales se reúnen, celebran y comparten momentos. Extrañamos la conexión con el otro, tenemos abstinencia de hacerlo disfrutar. La mayor responsabilidad es sentirnos anfitriones de la felicidad de quienes nos visitan».

Me la juego a que Rivero vería con ojo tuerto algo que en la Europa DC suena a distopía: osos de peluche en un boliche moscovita, escudos plásticos en un boliche parisiense, menús por código QR en un boliche amsterdamés, maniquíes en un boliche lituano.

Mucho de lo que pasa en Public Speaking, documentalazo de Scorsese que gira en torno de la voz atabacada de la escritora Fran Lebowitz, una de esas encomiásticas patronas de Nueva York que no nació en Nueva York, pasa en el restaurante Waverly Inn, un dínamo del West Village. Y pasa sin frascos de alcohol diluido, cortinas bamboleantes de papel film ni guantes de látex. Sin miedo ni fanatismo. Se habla harto y a toda prisa, de modo que las bacterias retoñan, orondas, sin el menor atisbo de contagio.

El creador textil Martín Churba, que le pasó el trapo a la triple cuarentena, lo grafica en pocas palabras: «Lo que más extraño de salir a comer es cambiar de ambiente». Y eso vale tanto para un populoso mesón de campo, un box de hotel boutique o una fonda arrabalera en que tabla y caballete ofrecen ratos de evasión a quien vive en un hogar poco dado a las intimidades. Porque los huraños también necesitan compañía, incluso aquellos que abominan la interacción, el mero «hola qué tal cómo le va» y respuesta con cabezazo.

César Aira, por ejemplo, escribe sus tres novelas anuales -una página por día y a mano, según contó más de una vez- en bares de Flores, el barrio porteño que lo acogió, y lo acoge, desde que llegó a Buenos Aires proveniente de Coronel Pringles.

Hablando de flores, en el Florida Garden varios artistas se seguían reuniendo los sábados, en la era AC, así como en El Cairo rosarino aún sesionaba la legendaria Mesa de los Galanes que supo liderar Fontanarrosa. Haciendo historia, en el Open Plaza estaba Charly García cuando sonaron las doce de un 25 de mayo y Federico Manuel Peralta Ramos se acercó para sugerirle que se sentara al piano y cantara el himno. Elipsis. Esa versión espontánea se grabó horas después en un estudio de Palermo y entró por la ventana al disco Filosofía barata y zapatos de goma, coronándolo.

Hablando de nosotros, los vernáculos, Francis Mallmann, quien no se cansa de repetir que la comida y el vino, sea en un bodegón o en un tres estrellas Michelin, crean un campo electromagnético para que conversemos mejor, me escribió por Instagram: «El gesto más bello y puro del pueblo argentino son las extensas sobremesas de almuerzos, servilletas sucias y migas de pan. Allí nace la pasión y el abrazo más hermoso del compartir. Le dedicamos tiempo, sonrisas y lágrimas. Es lo que mejor hacemos».

En una mesa que fueron varias, pero siempre la misma y en horario matinée -Au Bec Fin u Oviedo, por caso, donde tener mesa era precisamente eso, tener mesa-, Miguel Brascó me enseñó que champán para arrancar, que blanco en frapera es pingüino que anestesia, que pescado sin limón, y sigue la lista: yo tenía 20, él tenía 65. Y entre otras frases desamarradas sin colegiatura, esta, para volver a pasarlo por el corazón (re-cordar), sentados como quienes están de pie en franca inesperabilidad: «Esa entretela de la memoria que provisoriamente llamaremos alma».

Morada de bohemios entre los que se contaban tangueros, actrices y políticos, El Tropezón servía un puchero de gallina que hacía babear a Gardel

Dimes y diretes de: Marta Minujín en el Bárbaro, Fernando Pessoa en el A Brasileira lisboeta, María Moreno en el Alex Bar, Lord Byron en el Antico Caffé Greco romano, Willy Vilas en La Rambla, Patti Smith en el Kettle of Fish neoyorquino, Fogwill en La Paz, Samuel Beckett en el Kennedys dublinés, Ava Gardner en el Cock madrileño -donde el fotógrafo Alberto García Alix me contó una historia irreproducible, je-, Facundo Cabral en La Biela, Franz Kafka en el Louvre praguense, Alfonsina Storni en Las Violetas, Ernest Hemingway en el Floridita habanero, Enrique Santos Discépolo en Los Galgos, Virginia Woolf en el 17 Club londinense, Witold Gombrowicz en La Fragata.

Y justamente Gombrowicz, el escritor polaco exiliado en nuestro país que en Buenos Aires logró, a fuerza de despotricar contra Borges y sus adláteres, escribir un diario formidable y rodearse de una peculiar cofradía de fanáticos. Con algunos de ellos, ritualmente sentados a una mesa de la confitería Rex -Corrientes 837-, tradujeron su novela Ferdydurke del polaco al francés y del francés a un castellano macarrónico, entre movimientos de ajedrez y bochazos de billar. Jefes de la comparsa eran los cubanos Virgilio Piñera y Humberto Rodríguez Tomeu, que bastoneaban a la grey de jóvenes feligreses. Solo acá.

Para entender a clientes individuales que fisgonean a clientes colectivos basta con leer «La cena», de Clarice Lispector. En ese relato de Lazos de familia, la ucraniana-brasileña refiere la historia de un hombre que, en un restaurante que «parecía centellear con doble fuerza bajo el titilar de los cristales y cubiertos», mira detectivescamente a otro hombre mientras come. Se nos dice todo de cada trozo mordido y masticado con los dientes postizos del vecino, «uno de esos viejos que todavía están en el centro del mundo y de la fuerza».

Apóstol de Tegui y próximamente de Marti, su flamante proyecto en Recoleta, Germán Martitegui expone, en línea con Lispector: «Todo lo que extraño del restaurante abierto no es como comensal sino como espectador: ese segundo que transcurre entre que la gente se lleva la comida a la boca y el cerebro da su veredicto, que se traduce en una sonrisa o en otros gestos. Los brindis, las miradas, los que vienen por primera vez, los tenedores que viajan llenos en el aire para que pruebe el otro. Y extraño verles la cara a los cocineros: el barbijo es aséptico e inhumano».

Morada de bohemios entre los que se contaban tangueros, actrices y políticos, El Tropezón servía un puchero de gallina pantagruélico que hacía babear a Charles Romuald Gardès, a.k.a. Carlos Gardel. El cantor tenía mesa reservada, la número 48 –il morto qui parla-, donde solía empinar con el jockey charrúa Irineo Leguisamo. ¡solo! La célebre tasca también tuvo entre sus habitués a García Lorca, que la visitaba a menudo durante los pocos meses en que curtió la ciudad, que lo recibió con energía centrífuga, desde Lola Membrives a una Evita quinceañera. Y el poeta granadino sumó al Tortoni a sus rondas, donde compartía aperitivos con tándems como Norah Lange y Oliverio Girondo o Salvadora Medina Onrubia y Natalio Botana.

Dejo pasar, por dejar pasar algo, un discurso al alimón que dieron Neruda («¡Señoras.») y García Lorca («.y señores!») en 1933 en el hotel Plaza durante un homenaje del Pen Club a Rubén Darío o la vez que bailaron la marcha nupcial a dúo, acercándose desafiantemente a la orquesta en Les Ambassadeurs, y vuelvo a Gardel.

Vuelvo a Gardel -el tango y su romance con la noche que en un tris es madrugada- y al restaurante-concert Armenonville, un chalet inglés situado en la intersección actual de Libertador y Tagle. En su gordo jardín funcionaba una terraza donde cuchicheaban, por ejemplo, Marcelo T. de Alvear y su mujer, Regina Pacini. En la planta baja estaba el salón de baile y a los costados asomaban, tras una cortina de terciopelo, los reservados. Antes de que el lugar fuera demolido, alguien se ocupó, al deshojarse una velada que había empezado en el Palais de Glace, de poner una bala en el pulmón izquierdo del Zorzal la noche de su cumpleaños. Ardoroso plomo que nunca enfrió y durmió allí hasta la fatídica Medellín.

Y un salto -mortal, esta vez- al Potro Rodrigo, quien pocas horas antes de perder la vida en un accidente automovilístico había animado una mesa picante en El Corralón, la parrilla de Almagro que se reconoce a la distancia porque el propio cuartetero cordobés saluda desde la puerta en una escultura de brazos en alto como Rocky Balboa luego de una victoria. El dueño del lugar, Guillermo Miguel, suerte de imán para animadores de la farándula en un vuelo que despega en la Moria y aterriza en el Diego, recordó una vuelta que aquella velada inexorable, al ver llegar a Rodrigo, divisó una profética aura azul detrás de su cabeza.

Hablando de todas estas cuestiones, del dar y del recibir, del servir y ser servido y de todo lo que acontece, felizmente, en los intersticios, Narda Lepes me contó lo siguiente: «Para mí es difícil porque estoy de los dos lados. Añoro un restaurante movido, saludar a los clientes cuando llegan, tomar vino con amigos y quedarme hasta que cierra. y también la inocencia. no sé si vamos a volver a vivir una época en que no le tengamos resquemor al roce de los demás; si bien perdimos temporariamente las salidas a comer afuera, creo que recuperamos la mesa desde otro lugar, en casa».

En La comida en la historia argentina, de Daniel Balmaceda, se lee que el 24 de julio de 1889, en una mesa chica de la Rôtisserie Georges Mercier (Florida entre Paraguay y Córdoba), se formó la Unión Cívica, cimiento de la UCR. Y allí también, pero al año siguiente, se cocinó la Revolución del Parque que forzó, entre corridas bancarias, inflación y súbito empobrecimiento del pueblo -¿suena familiar?-, la renuncia del por entonces presidente de la república, Miguel Juárez Celman. No muy lejos de aquel triunfante reducto francés, en el Café París, se celebró en 1903 el fin de la disputa de límites con Chile: un ágape que incluyó una bizarra instalación lumínica que semejaba la Cordillera de los Andes.

Café Remís París se llamaba el bistró kitsch de Sergio De Loof, zar y zarina del under porteño, subsuelo y penthouse de las estéticas de Bolivia, El Dorado, Morocco, Ave Porco y El Diamante, entre tantos arranques de chupi, morfi y post. Jamás olvido una frase suya en diapasón nuancé muy Macedonio: «Ni bien abre un lugar, lo perdés». El París, como le decíamos, exhibía barra angosta y larga sobre la que desfilaba literalmente de todo, aunque no tanto como lo que un lustro después desfiló en el Kim y Novak, hermoso antro de Bosco & JoJo atendido por drags. Antes de morir, Sergio, tan pero tan visionarix, quería abrir, para perderlo, un «comedor fashion» de nombre La Guillotina, que apostaría a la básico de lo básico: plato único con sidra tirada. ¿Alguien osa?

El índice analítico del insoslayable mamotreto Borges, de Bioy Casares -sin lugar a dudas, EL libro del siglo-, se chequea online. En la entrada «cafés, confiterías y restaurantes» aparecen no pocos resultados. Me llama la atención La Fragata y voy directo a la página 657. Abro y consulto como si se tratara del iChing. La entrada del diario corresponde al 14 de junio de 1960. Bioy refiere que su íntimo JLB quiere ir a La Fragata y justifica la elección: «Allí hay un mingitorio en que se han logrado pises fascinantes».

Si bien El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante, la comedia negra del británico Peter Greenaway, exacerba los rituales que ocurren arribabajo de un festín volviéndolo canibalismo (¿a cuántos pasos está la gastronomía de la escatología?), y la divina serie japonesa Midnight Diner: Tokyo Stories los minimiza volviéndolos etéreos gestos de socialidad mundana, el viñatero Sebastián Zuccardi da en la tecla cuando dice en un audio de Whatsapp desde el Valle de Uco recién nevado: «Soy muy social y me gusta vivir en comunidad, así que extraño la pérdida de tiempo en conjunto, es mi terapia: saber que el vino y la comida van a abrir conversaciones, y a veces una conversación poco importante termina generando un vínculo especial. me faltan las risas y el sonido de las copas al brindar, y también esa sutil inconciencia necesaria para llevar la vida adelante».

Si cierro los ojos y pienso en un cuadro gastronómico, por decirlo mal y pronto, me viene a la cabeza «Nighthawks», la obra de Edward Hopper en que tres personas están sentadas en la barra de un diner más estadounidense que Estados Unidos y que irradió tantas iniciativas artísticas, desde un soberbio disco de Tom Waits hasta una intervención de Banksy, pasando por la estética integral de la película Rojo profundo, del italiano Dario Argento.

El arte está repleto de escenas que transcurren en un restaurante -una canción que cae como una moneda en una cascada de monedas: «Scenes from an Italian Restaurant», de Billy Joel- porque la vida está repleta de escenas que transcurren en un restaurante. En el baño de caballeros de La Perla de Once, para retomar el hilo de mingitorios abierto por Borges, Tanguito y Litto Nebbia compusieron «La balsa». Fue el 2 de mayo de 1967 con controversias. Tanguito había propuesto empezar con «estoy muy solo y triste acá en este mundo de mierda» y Litto sugirió, aflojando dramatismo: «Estoy muy solo y triste acá, en este mundo abandonado».

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