Pablo Colina: «Me piden un vino que no pique y yo descifro qué significa eso»

Fuente: La Nación ~ Cuando este señor que siempre lleva sonrisa y moñito piensa en vino llega su infancia de «hijo único» de sus abuelos. Es ese edificio viejo de dos pisos, cuatro departamentos donde se conocían todos, una especie de casa grande en Villa Pueyrredón. Son los sábados por la tarde cuando se cruzaba a la fiambrería: picadita, vermut, soda. Es el bodegón al que iba con su abuelo, damajuana en mano, a llenarla con el vino del tanque. Son los domingos de tallarines amasados por su abuela. Cuando Pablo Colina piensa en vino piensa en aquella mesa familiar .

Es media tarde de verano, la cuarentena aun no era un destino en la Argentina. Una joven frota enérgicamente copas de cristal, las pone a contraluz, verifica que queden sin marcas; tres cocineros están con la vista baja, concentrados en la preparación de lo que puede adelantarse antes de que lleguen los comensales; alguien va preparando las mesas: copas, servilletas, cubiertos, una vela blanca; luego suma un florero en el salón.

El anfitrión es el sommelier Pablo Colina, uno de los socios de Vico Wine Bar, y las vísperas transcurren en su local de Villa Crespo, uno de los tres que abrieron con sus socios Gabriela Vinacur, Carlo Contini y Fernando Preocupez. Se lo ve como en su casa en este restaurante que ofrece su selección de vinos de media y alta gama, que cada uno puede probar por copa frente a un dispenser. A primera vista, el lugar es ante todo refinado, selecto; con la primera copa llega cierta calidez del hogar.

Ofrece algo para tomar; él está con un vaso de gaseosa por la mitad. Pide que bajen un poco la música y se acomoda en la barra. «Yo me crié con mis abuelos: Chela Fagnani y Toto Pedrotta, los dos tanos. Y siempre estaba esto de las ceremonias para ciertas cosas», dice. Ensaya un relato como para dejar un testimonio sintético de sus circunstancias en aquellos años. «Me crié ahí con mi hermana porque mi mamá en ese momento no estaba con mi papá, él tenía otra familia. Después ellos se juntaron y se fueron a vivir a Quilmes. Yo estaba en sexto grado y no me quise ir de mi escuela primaria. Mi hermana sí se fue con ellos. Allá nacieron mis dos hermanos más chiquitos».

Pablo se detiene unos segundos en medio de su cronología, como reafirmando algo. «Ahí yo decidí quedarme con mis abuelos. Siempre fui un poquito de marcar lo que quería».

Recuerda que, cuando se juntaban las familias de su mamá y de su tío, que también tenía hijos, eran catorce a la mesa. Para él todo empezaba mucho antes de sentarse a comer. Le encantaba entrar a la cocina con su abuela Chela y ayudarla con las milanesas caseras, luego poner la mesa y lo que ella le pidiera. Con el abuelo, en la previa de esas reuniones, iban a cargar la damajuana.

-¿Tu abuelo te hacía probar el vino?

-Sí, poquito, con mucha soda. Me acuerdo también de los clericó que se hacían, los ponches, como era dulce nos gustaban. Y la sidra. También era eso de que no se podía, entonces te dabas media vuelta y tomabas de una copa un culín que quedaba. Creo que todo eso me fue marcando.

A los 14 años Pablo ya trabajaba: se ocupó en una zapatería a tres cuadras de su casa, de lunes a viernes por la mañana repartía volantes, al mediodía el abuelo le llevaba el tupper con el almuerzo y de ahí se iba al colegio. Ese fue el único trabajo alejado de la gastronomía.

Cuando sus abuelos le anunciaron que se mudaban para vivir más cerca de su hija, de nuevo él marcó su posición: se iba a vivir solo, se independizaba. Para entonces, había abandonado el secundario, que terminó de adulto, a los 22.

«Sabía que tenía que buscar por el lado de la gastronomía, me gustaba armar la mesa, servir. Empecé como chico delivery», dice. Luego lo ascendieron a la caja, a la atención telefónica hasta que decidió irse. Habla con gratitud de aquel local céntrico de comida rápida que le permitió empezar la vida adulta, pagar un alquiler, no depender económicamente de su familia.

Desde entonces, siguió probando en distintos lugares de gastronomía, algo que sentía como propio y disfrutaba. Recuerda que en 1998 entró como camarero a un restaurante que estaba de moda en el barrio de San Telmo, frente a Plaza Dorrego, y allí estuvo seis años. «Siempre con una sonrisa, era el mejor para atenderlos», dice. Cree que haber estudiado varios años de teatro lo desinhibió aún más. Disfrutaba, sobre todo, de recomendar la mejor bebida para maridar los platos.

Se interiorizó en el mundo gourmet: surgían nuevas bodegas, se lanzaban etiquetas de vinos desconocidos y él estaba atento; se sumó a cursos, a catas. Se empezaba a hablar de la calidad del vino argentino. Terminó como encargado de aquel local de San Telmo, ya con la clara idea de seguir especializándose en vinos.

«Me había mudado a San Telmo por el trabajo y disfruté mucho de esa época en que trabajaba de día y, por las noches, con un grupo de colegas salíamos a tomar algo, a probar de esos vinos que iban surgiendo», cuenta. En esas giras sumaba el placer de descubrir nuevas cepas y maridajes, además de la oportunidad de ir conociendo a quienes serían luego sus profesores en la carrera de sommelier, sus empleadores, sus proveedores y, con el tiempo, también sus socios.

Un año después abrió en Buenos Aires la Escuela Argentina de Sommeliers (EAS). Pablo empezó a averiguar, pero no lograba compatibilizar sus ingresos con el dinero que le demandaba la carrera. Hasta que años más tarde abrió el Centro Argentino de Vino y Espirituosas (Cave), que ofrecía la carrera de sommelier profesional, que pudo cursar en 2006. Con el tiempo, allí llegó a ser profesor de dos materias: Vinos de España y Habanos (incursionó en habanos cuando trabajó tres años en un cigar bar en Recoleta, época en que participó del Concurso Internacional Habanosommelier, en Cuba). También da clases en el Instituto de Gastronomía (IAG), donde enseña sobre vinos del mundo.

Seis meses después de que se recibió, ya trabajaba como sommelier de servicio, que es el camarero que se acerca a recomendar el vino. Una tarea que le apasiona y que aún hoy practica en Vico, donde él es el sommelier ejecutivo.

En aquella época de cursada lo conoció a Rafael Rossi, su actual pareja: sellaron la unión civil en 2009 y se casaron en 2011. El matrimonio igualitario se aprobó en julio de 2010. «Hicimos fiesta dos veces», dice, y se ríe. Luego aclara, con gracia: «En las dos celebraciones al vino lo elegí yo». Lo curioso es que su marido, Rafa, como lo llaman los más cercanos, es abstemio.

«La familia de Rafa es muy grande. En algunas reuniones los tomo de conejillos de Indias porque muchas veces me traen vinos para probar y los llevo para que ellos me den su opinión. De esas reuniones aprendí un montón», dice, y lo compara con las devoluciones que recibe en sus clases o en las catas. Habla de lo importante que es para él entender lo que les pasa a las personas con las sensaciones ante ciertos vinos. «Ni redondo, ni vertical. La gente me pide: dame un vino que no me pique. Y yo descifro qué significa eso».

Colina descubrió que toda la ceremonia que acompaña a la comida es lo suyo y nunca más se distrajo de esa certeza. En una copa de vino cabe el color de las frutas, el olor de las especias de la cocina de la nonna, las risas sonoras de los primos, el bodegón con el vino en tanque, los viajes con Rafa por bodegas del mundo, el reposo final del día, la conversación, la fiesta, «un jardín de piedras preciosas».

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