Bares notables: a Roma con amor

Fuente: La prensa ~ Los bares notables de Buenos Aires son un imprescindible, instituciones inapelables de la vida porteña. Viejos testigos de charlas eternas y discusiones acaloradas, de grandes tristezas y alegrías, de horas de estudio y reuniones de trabajo, de partidas de tute y grandes letras de tango. El «boliche» es un poco de todo eso, es la miscelánea inherente de la Ciudad y de su humor cambiante, que se siente más a flor de piel cuando se está sentado en la mesa de uno de sus cafés.

En Anchorena y San Luis, en pleno Abasto, se encuentra uno de ellos. Roma nació en 1927 como bar y almacén, pero se convirtió en el «boliche de la esquina» cuando llegaron Jesús Llamedo y Laudino Pruneda, allá por 1952. Estos primos asturianos fueron casi 70 años sus guardianes, hasta que en 2019 decidieron que era tiempo de venderlo. No por falta de amor, eso sobraba, sino porque el paso de los años muchas veces es tirano y hace que las ganas no sean acompañadas por el cuerpo.

En esta parte de la historia entran Julián Díaz y Martín Auzmendi, dos emprendedores gastronómicos que fueron elegidos por Jesús como los nuevos dueños de Roma. El asturiano se aseguró de que quienes quedaran al frente del bar preservaran su esencia y no lo transformaran ni en una cadena de comida rápida ni en una franquicia que borrara su historia. El que se quedara con Roma la tenía que cuidar, Roma tenía que seguir siendo Roma.
«Jesús y Laudino querían legarlo, que no cerrara, que continuara. A nosotros nos apasionan los bares porteños desde siempre, cuando nos enteramos que estaba en venta vinimos a hablar con ellos sobre la idea de recuperar el lugar, ponerlo en valor y dejarlo tal como era, agregando solo pizza y empanadas a la propuesta», cuenta a La Prensa Díaz, quien en 2015 también recuperó Los Galgos, bar notable que había bajado sus persianas.
Sentado en la mesa del que ahora es su bar y con un vermú en mano, Díaz asegura: «Para nosotros es como una obsesión laburar desde la identidad con mucha calidad y con la convicción de que estos lugares tienen un gran valor para los porteños, turistas y argentinos. Es imposible imaginar a Buenos Aires sin sus bares».

«Todavía somos muchos los que defendemos eso, pero desde una vigencia y no desde la melancolía, sino que es algo cotidiano que es importante para la vida diaria y cultural. Es el lugar de la reunión de laburo, de estudio, que no sea algo anclado en el pasado. Acá es donde entra un poco la renovación de la propuesta gastronómica, porque también tenemos que ser críticos y aceptar las críticas de los clientes. No vas a un lugar solo porque es viejo, vas porque lo que te sirven y el ambiente están buenos. Es lograr una calidad global en la propuesta», señala.

Su socio Martín -en realidad son cuatro, junto a Sebastián Zuccardi y Agustín Camps- comparte la misma pasión por los bares porteños. «Decidimos recuperar todo lo que se pudiera: muebles, heladeras, no cambiar demasiado el diseño ni el color original. Hay mucho de lo que hicimos por Roma que no se ve, como el sótano, que no era utilizado y ahí armamos toda la parte de producción. El proceso fue muy lindo, descubrimos la historia detrás de muchas cosas. La heladera mostrador, marca Saccol, tenía un motor norteamericano que estaba instalado en el sótano y desde ahí la hacía funcionar. Para restaurarla terminamos en Avellaneda, donde dimos con Carlos, a quien solo lo contactás llamando a un teléfono fijo. También recuperamos la máquina Berkel que usaba Laudino para cortar el fiambre con el que preparaba los sándwiches, y la mesada de estaño, las estanterías de madera, la barra original, el cuadro de San Martín.»

«EL BAR DE JESUS»

Jesús dijo varias veces que no antes de elegir a Julián y Martín. Es posible intuir el motivo: no se deja algo amado al cuidado de cualquiera.
Acerca del porqué de su elección, Martín relata con cariño: «Hay una parte que uno nunca termina de saber, pero lo que creo es que sabía que tenía que dejar esto arreglado porque él y Laudino estaban grandes y cansados. Todo esto con la lógica dificultad de aceptar que tenés que dejar el lugar en el que estuviste toda tu vida. Nos enteramos tiempo después, porque él no lo dijo, que antes le había dicho que no a varias propuestas. También hubo una cosa medio mágica. Se juntó con Julián, que también es de familia asturiana. Cuando Jesús lo escuchó y encima tenía la experiencia de Los Galgos, se dio cuenta que encontró a alguien que ama estos lugares y los valora. Como que el universo nos fue llevando a esto y qué sé yo, las cosas pasan por algo». 

El asturiano, cuidador hasta el último minuto del «boliche de la esquina», falleció hace pocas semanas, a los 92 años. Su primo Laudino, de 84, no se fue del barrio, vive a pocas cuadras.

«Cuando recién abrimos le preguntamos cuál era su mesa y le dijimos `te la guardamos para vos’. Pasaron cuatro meses de obra, abrimos, vino y se sentó ahí (señala la mesa que está apenas se entra, a la izquierda y junto a una venta). Las dos semanas que funcionó el local, antes de que tuviéramos que cerrar por la pandemia, vino casi todos los días. Estaba contento y se lo veía con cara de tranquilo, satisfecho. A mí me daba miedo que Jesús no llegara a ver la obra terminada», cuenta Auzmendi. 

Julián también lo recuerda con afecto y rememora el día que Jesús vio a Roma nuevamente abierta: «Ese día se sentó en su mesa, miró el boliche, se tomó un café y dijo `ahora sí, estoy tranquilo’. Para nosotros fue una satisfacción enorme porque siempre quisimos ser fieles a ese espíritu y que la transformación tuviera un límite».

LO QUE CAMBIO

-Julián, ¿qué es lo que se mantuvo y qué es lo que cambió?

-Quizás donde metimos más la mano fue en la gastronomía, porque había que aggiornar para que sea competitivo. Jesús nos contó la historia del lugar, que se llama Roma pero ellos eran asturianos. El nombre era más porque este era un barrio originalmente italiano y cercano al Mercado del Abasto, entonces era más una estrategia de marketing de guerrilla de 1927, año en que se inauguró. Por eso nosotros tomamos la idea de la pizza, con algunos plus de calidad como harina orgánica, con una fermentación natural de 48 horas, con una cocción en un horno de leña y gas. Para el porteño la pizza media masa es tradición.

-¿Cómo era el menú antes?

-El menú tradicional de Roma era el triolet y mucha sandwichería. Pre pandemia iba a haber mucho de eso, pero como ahora solo estamos a la noche la sandwichería la tenemos relegada. La idea es retomarla cuando la actividad del barrio, como universidades y colegios, vuelva a la normalidad. Abrimos el 29 de febrero del año pasado y tuvimos que readaptarnos en muchas cosas, por ejemplo no íbamos a tener delivery al principio y no nos quedó otra. 

-Bar notable, pizzería, boliche. ¿Cómo definirías al Roma de hoy? 

-Es todo eso. Bar de esquina, pizzería, boliche. Creo que está bueno que sea una mezcla, los boliches eran un poco eso, un lugar donde podías comer algo, tomar un café, ir a estudiar o a trabajar varias horas, que por ahí un lugar fino no te lo permite. Con el tiempo queremos ir ampliando eso. Poder abrir más horas para que se pueda venir a cafetear y tener largas charlas. 

-¿Qué le recomendarías comer a quien quiera venir a Roma? 

-Pizza, que es sabrosa y crocante. Podés comerte media y no te va a caer pesada. Sin ser gourmet, los estilos agregan productos de estación frescos que es donde marcás la diferencia. La fórmula de nuestra pizza fue creada por Raúl Grunthal, que es un viejo panadero y suegro de Martín. Para que te des una idea la pizza común se hace con unos 20 gramos de levadura por kilo y una hora de fermentación, nosotros lo hacemos con un gramo y con 48 horas. Eso cambia la forma de la digestión. También hicimos el horno más tradicional que hay en el mercado, de leña y gas. Para eso contactamos a Walter Cossalter, el artesano que los construye en Buenos Aires desde hace 70 años. 

-¿Y para tomar?

-El vermú La Fuerza, que está hecho en Mendoza y lo creamos con mis socios (dueños del bar La Fuerza, en Palermo). Son tres versiones: el rojo que es base Malbec, un blanco con base Torrontés y otro que también tiene esa base pero que incorpora flores y por eso es más rosado. Seguimos con la lógica de la identidad y los productos locales, por eso usamos las cepas emblemáticas de la Argentina. Tiene macerados naturales, sin agregados ni conservantes, hierbas naturales de nuestro país. 

-¿Cómo los recibió el barrio?

-Genial. Lo que hicimos acá el primer día fue colgar una bandera en la puerta que decía «Roma no cierra, se está arreglando». Eso generó un ruido muy positivo en el barrio, la gente pasaba y preguntaba. Les mostramos la obra y les dijimos que íbamos a cuidarlo.

-Los vecinos son también un poco guardianes de Roma y del Abasto…

-Sí, tiene una identidad anónima por un lado, pero muy fuerte por otro. Los más cercanos los fuimos incorporando muchísimo en todo. Por ejemplo, el cuadro de San Martín lo restauró una vecina que vive acá enfrente. Después de que abrimos se volvió al día a día, eso del que viene y te felicita por el café o del que se queja porque no le gustó. Se arma la grieta del café y con eso nos damos cuenta que hicimos las cosas bien. 

-Si hay discusión en un boliche es una gran señal.

-Exactamente (risas).

A pesar de todo pronóstico -son varios los bares notables que cerraron durante la cuarentena-, este pedacito tan importante de la identidad porteña sigue en pie gracias a esos primos asturianos que se dedicaron a encontraron sucesores. 

En las paredes del Roma de hoy las huellas siguen estando, Martín y Julián se encargan eso: «Vamos a poner una linda foto que tenemos de él sentado en su mesa». Así, en el boliche de Anchorena y San Luis, ese que se convirtió en notable por pedido de Luis Alberto Spinetta, la historia no se borra, aún se la ve viva y juega con el hoy. Como esa imagen de Jesús tomando un café y viendo como su amado Roma sigue su camino.

De un café esporádico a ocupar todos los días una mesita

Carlos Sánchez está sentado en la mesa que era de Jesús, quien fue dueño del bar Roma durante casi 70 años y falleció hace poco. Capaz es coincidencia o quizás es porque fueron buenos amigos. Su imagen desde afuera brinda una típica postal porteña: cerca de la ventana abierta, con su libro, un café y el barrio que circula a su alrededor.

«Yo se la robaba», bromea y elimina toda duda Carlos, quien tiene una casa de herrajes cerca y vive en el Abasto desde 1986. «Ahora vienen más jóvenes, cambió el target, no es tan tradicional. Jesús estaba preocupado por cómo le iba a ir a quien se hiciera cargo y terminó eligiendo muy bien», reflexiona.

Carlos también es escritor y le contó a La Prensa que le dedicó un cuento a su amigo y a su café de la esquina llamado «El Bar Roma, Jesús y el Aleph». Aquí algunos párrafos:

«(…) Pasé, de algún café con leche esporádico, a ocupar todos los días una de las mesitas que atendían Jesús o Laudino en el Roma, en la esquina de San Luis y Anchorena.

Jesús es asturiano, tiene noventa y dos años y su primo Laudino ocho menos. Bar `notable’, lo calificó el gobierno de la CABA, premiando las cientos de botellas que pueblan las estanterías elevadas, que ya no se consumen ni son limpiadas. Algunos cineastas han pensado que el Roma es una buena escenografía para fragmentos de sus películas y me he sorprendido al reconocer el escaño de mi bar de todos los días en algunas de esas películas que pasan por el INCA, ahora CineAr. Se caracterizan por tener muy poco diálogo; tal vez esos directores jóvenes tengan una excesiva confianza en el valor de las imágenes. 

Mi relación con los bares de Buenos Aires cambió completamente después de un tiempo de frecuentar el Roma. Yo seguía dedicándome a las partes que me interesaban del diario pero no estaba escribiendo; uno de esos famosos bloqueos de los escritores que en el caso de los ignotos son más desesperanzados y nihilistas. Cambió el día que surgió entre nosotros el tema de la pesca. Jesús resultó un viejo pescador de truchas (tanto en sus montañas infantiles como en nuestro sur) y certero cazador de perdices. Desde entonces tuve que leer el periódico en otro lado porque la sola enumeración de los lugares que Jesús conocía por esas dos actividades, sumada a las discrepancias que surgían con respecto a una u otra ruta, ya no dejó un solo minuto libre para mi lectura (…)».

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